Por PACO LOZANO
Tendríamos que haber llegado a San José el 19 de febrero de 2005, pero
nuestro vuelo tenía sobreventa y no pudimos salir de Madrid hasta el 20. Nuestro avión hizo su entrada en el continente americano por el norte de
Venezuela: una extensión enorme de ríos y manglares que desde el cielo
parecían vírgenes. Impresionante.
El hotel Vesuvio (que teníamos reservado para el 19) estaba completo, así
que nos quedamos en el Britannia. Salimos ganando con el cambio. Esa
noche, el jet lag hizo que me despertara a las 4,30 (casi mediodía en España). Salí de la
habitación (en la que no tenía cobertura) y hablé con la agencia de
Málaga con la que había contratado el viaje. Les dije en qué hotel
estábamos alojados. Poco después nos llamaron desde San José para
avisarnos de que iban a pasar a recogernos para llevarnos al Parque
Nacional Tortuguero. Las cosas parecían empezar a arreglarse...
Tortuguero
...Pero el conductor que nos lleva a Tortuguero detiene el autobús y dice que de ahí no pasa, porque sabe que
más adelante hay un obstáculo y no está dispuesto a que los bajos de su
coche golpeen contra las piedras del camino. Durante la larga espera que
sigue, nos ilumina con sus teorías religioso-apocalípticas: dice que
están intentando conservar con vida al papa Juan Pablo
II porque después de él vendrá el papa negro (el tsunami que asoló recientemente el sur de Asia no es más que un anticipo de lo que nos espera). "Todo está en la Biblia", asegura. Por
fin llega un microbús, que recoge a parte de los viajeros. Luego, los
demás nos acoplamos como podemos en un autocar lleno de jóvenes
estadounidenses que comen sándwiches y beben zumo. Pronto llegamos al
obstáculo anunciado por nuestro chofer: un verdadero río cruza la
carretera. Esperamos a que un 4x4 saque del agua a un turismo que se
había quedado atascado y luego cruzamos. Los bajos del autobús golpean
en las piedras. Después, durante un largo trecho, la carretera es una
sucesión de lagos. Los bajos vuelven a golpear alguna que otra vez, pero
pronto llegamos al embarcadero en el que nos espera la motora que nos
llevará hasta el parque nacional.
La motora pone rumbo a Tortuguero, a
través de un entramado de canales, en cuyas márgenes se ven plataneras, pastizales, ranchos... y, luego, la selva. Cerca del lugar en que el río
desemboca en el Caribe, una pareja de cocodrilos entrechoca sus
mandíbulas con un ruido peculiar.
Después de un largo camino llegamos al Pachira Lodge, que es bastante acogedor. Mientras seguimos a la empleada
por el sendero que conduce a nuestra habitación, en los árboles que se
elevan entre los bungalows de madera chillan los monos.
Tras la comida, nos embarcamos de nuevo
hasta el pueblo de Tortuguero, y recorremos sus "calles" embarradas, en
las que juegan niños descalzos. Las viviendas están construidas sobre
pilares. Al otro lado del pueblo ruge el Caribe. Empieza a llover.
En la mañana siguiente, calzados con
botas de goma, hacemos un recorrido a pie por el bosque lluvioso (realmente lluvioso). El sendero es todo barro y charcos que no podemos
bordear por miedo a encontrarnos con una serpiente. Vemos un basilisco,
diminutas ranas rojas, monos araña y monos aulladores. Por la tarde,
recorremos en barca durante un par de horas el laberinto de canales que
forman el parque. Ha salido el sol, y vemos multitud de aves (entre
ellas varias garcetas azules y una sorprendente garza tigre),
monos, iguanas y caimanes. Como debe ser, vemos también una tortuga. Y
una nutria que nada a un par de metros de la barca. Un paseo realmente
maravilloso.
Al día siguiente, después de desayunar
arroz con frijoles, plátanos fritos y huevos revueltos, nos embarcamos
de nuevo para seguir viaje. Tras dos horas de navegación, llegamos al
embarcadero del que partimos dos días antes y atracamos al lado de una
barca cargada de bolsas de leche en polvo. Mientras esperamos nuestro
autobús entre agua y barro, las mujeres de la comarca hacen cola con sus
hijos para recibir los vales que les permitirán obtener su ración de
leche.
Por fin llega el autobús. Es el mismo
de la otra vez: se ve que en esta ocasión el conductor ha accedido a
llegar hasta el final del camino. A mediodía llegamos al punto en el que
nos espera el coche alquilado con el que haremos el resto del viaje.
Mientras el empleado prepara la documentación, comemos arroz con
frijoles, plátanos fritos y algo de carne.
Volcán Arenal
Con nuestro flamante Daihatsu Terios
viajamos hasta La Fortuna. Al llegar al hotel, situado a los pies del
volcán Arenal, éste nos saluda con una sonora explosión que produce una
buena cantidad de humo.
Al día siguiente, subimos al
observatorio del volcán, situado en el límite de la zona considerada de
alto riesgo (la zona devastada por la erupción de 1968). Aseguran que
desde allí, por la noche, puede verse la lava que sale del cráter, pero
ahora es de día y hace un sol radiante. Lástima. A continuación,
bajamos, por un sendero que atraviesa el bosque lluvioso. Vemos
aves y monos, y la guía costarricense que nos acompaña huele a los
"chanchos de monte" (o al menos eso asegura).
Monteverde
Después (hemos perdido un día de viaje
debido al overbooking) partimos hacia Monteverde por la carretera
que bordea el pantano, hasta la cual bajan los coatíes para pedir comida
a los automovilistas.
¿He dicho carretera? Al
principio, es como un queso gruyere de asfalto. Hay que ir sorteando
enormes agujeros. Más adelante, desaparece el asfalto y sólo hay tierra,
piedras y enormes badenes. A un promedio que no alcanza los 20 Km/h,
tardamos lo indecible en llegar a nuestro destino.
El hotel "El Establo", a pesar de su
nombre, es un hotel de lujo. A través de los grandes ventanales de
nuestra habitación con "desván" se ve el pantano (y, si la niebla lo
permitiera, se vería incluso el volcán Arenal).
En la mañana siguiente, contemplamos el bosque nuboso "a vista de mono" mientras hacemos un recorrido
circular a pie a través de puentes colgantes interconectados por
senderos. Más tarde, nos encaminamos hacia la Reserva Biológica de
Monteverde. Después de comer arroz con frijoles, plátano frito y tilapia
en el restaurante anexo, exploramos la reserva durante dos horas y
media, acompañados por un guía. Vemos monos araña y monos aulladores,
pero ningún quetzal (que es la joya de Monteverde). Cuando ya creíamos
que íbamos a tener que marcharnos sin verle, el guía da con un macho
joven, que podemos contemplar a nuestras anchas a través de su telescopio. Luego, vemos también una hembra.
San José
El viaje de vuelta a San José, el día
siguiente, resulta más corto de lo que nos temíamos: menos de una hora
de camino de tierra y piedras hasta salir a la Interamericana (que, eso
sí, está totalmente colapsada por el tráfico de camiones pesados). Nos
desviamos hasta Puntarenas para echar una ojeada al golfo de Nicoya,
abierto al Pacífico. Luego, continuamos hasta la capital.
Dejamos el coche en el hotel y nos encaminamos a pie hacia el diminuto centro de
la ciudad. Nada más salir, un policía nos detiene para advertirnos
acerca de los descuideros. Me sugiere que no lleve a la vista la cámara
fotográfica. Le hago caso. Con la cámara oculta en la mochila, paseamos
por las calles en cuadrícula de San José. Después de comer en el News Cafe, recorremos algunos establecimientos con la intención de comprar
algunos recuerdos. En la Galería Namu charlamos largamente con el
dependiente y compramos varios objetos, entre ellos una máscara india.
El día siguiente es el de nuestra
vuelta a España. Temprano, nos llegamos hasta el aeropuerto con
intención de facturar el equipaje y sacar las tarjetas de embarque
(aunque nuestro vuelo no sale hasta última hora de la tarde, no nos
gustaría que nos pillara de nuevo el overbooking). Pero el viaje
resulta un fracaso: nos dicen que hasta las tres no se abrirá el
mostrador de Iberia; además, en el aeropuerto no existe consigna, así
que tendremos que volver al hotel a dejar las maletas. Pero antes,
aprovechando que estamos al lado, nos acercamos a Heredia, que está en
fiestas.
De vuelta en San José, caminamos desde
el hotel hasta el centro de la ciudad. Todavía tuvimos tiempo de ver el
Museo del Oro y de hacer algunas compras antes de comer en la terraza
del Hotel Costa Rica, frente al Teatro Nacional. Una valla nos separaba
de los paseantes domingueros y de los músicos callejeros, limpiabotas,
vagabundos y pediüeños que abundaban en la zona. A media comida, un
empleado del hotel se acercó a nosotros para sugerirnos que alejáramos
de la valla (aún más) nuestras bolsas y mochilas. Parece que Costa Rica
no es ya un país tan seguro como dicen las guías de viaje.
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Relato de un viaje a Costa Rica. |