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Pequeña crónica de un viaje a Estocolmo (diario de viaje)

Por FRANCISCO LOZANO ALCOBENDAS


Ayuntamiento de Estocolmo, SueciaAlgo me barruntaba yo desde el momento en que don M., que iba a viajar en vuelo regular con la representación española en el Junior Water Prize (edición de 1999), nos encomendó a su mujer (¿por qué razón una señora de edad mediana, con estudios universitarios y un puesto de trabajo altamente cualificado, habría de necesitar monitor para viajar a Estocolmo?). Pero los hechos se sucedieron de un modo que difícilmente podía haber previsto.

El baile de hoteles

La organización del Simposium me había aconsejado un hotel, el City Kungsgatan, en el cual pedí, utilizando el correo electrónico, que nos reservaran habitación. I have booked the room for you, me contestó la organización, respuesta de la que, a pesar de mis dificultades con el inglés, colegí que la reserva estaba hecha. Pese a ello, y como no me agradaba la perspectiva de encontrarme sin hotel en Estocolmo a las 3 de la madrugada y en pleno Water Festival, puse un e-mail al hotel para que me confirmara la reserva. Y entonces (¡oh sorpresa!) me contestaron que... ¡no podían confirmármela, porque no existía! Así que vuelta a escribir a la organización... y por fin llega la confirmación de la reserva, pero no en el hotel City Kungsgatan, sino en el City Stockholm.

¿Por qué razón se había producido el inesperado cambio de hotel? My dear wife aventuró inmediatamente una explicación que luego resultó ser cierta: don M. había solicitado a la organización que a "todos los españoles" nos alojaran en el mismo hotel. "Todos los españoles" éramos ellos (don M. y familia) y nosotros (my dear wife y familia). A la mitad de "todos los españoles", por tanto, nos habían cambiado de hotel para que la otra mitad no se sintiera tan sola en Estocolmo.

Las desgracias que pueden acontecerle a uno si llega a Estocolmo a las tres de la madrugada y ha reservado hotel con todos los españoles a través de la organización del Water Symposium

El charter no quiso seguir el ejemplo de los vuelos regulares, que esa tarde estaban saliendo con un retraso de una hora más o menos, y despegó a la hora prevista. Gracias a esa sorprendente puntualidad, llegamos al aeropuerto de Arlanda a eso de las dos. El aeropuerto está a 40 kilómetros de Estocolmo, así que nos esperaba un largo viaje nocturno en taxi. La familia Ruiz, que había reservado directamente su habitación en el Sheraton (y por ello había escapado a los efectos de la consigna "¡todos los españoles juntos!") cogió un taxi y nosotros otro. Los Ruiz se llevaron a la mujer de don M. (no les importó tener que desviarse de su camino para dejarla en la puerta del hotel) y nosotros a su hija. Le dije al taxista que nos llevara al hotel City Stockholm, y él me contó que el City Kungsgatan estaba en la esquina de la calle, y el City Stockholm estaba al volver la esquina (around the corner). "Sí, pero nosotros vamos al City Stockholm", insistí, y él otra vez con el cuento de que estaba around the corner. "Bueno, veremos dónde nos lleva al final", dije, y me dispuse a esperar pacientemente el término del viaje.

Y el viaje terminó, como yo había imaginado, en el City Kungsgatan. Pero lo que no había imaginado es que en la puerta del hotel (cerrada a cal y canto a esas horas de la madrugada) iba a estar la mujer de don M.. A partir del instante en que el taxi se detuvo, las cosas se sucedieron rápidamente. "No vamos a bajarnos aquí, vamos a decirle al taxista que nos lleve al hotel", dije yo. "¡No podemos dejarla sola!", gritó my dear wife, y, saltando del taxi, corrió junto a la mujer, que no se movía del quicio de la puerta, asombrada de que nadie respondiera a sus insistentes timbrazos. Mientras tanto, yo le decía al taxista que ese no era nuestro hotel, el taxista insistía en que el nuestro estaba around the corner, y yo le indicaba que debía llevarnos allí. En tanto que el taxista, con cara de pocos amigos, accedía por fin a llevarnos hasta el hotel, my dear wife se obstinaba en quedarse en tierra con la mujer de don M.. No pude hacer otra cosa mas que meterme en el taxi. El vehículo arrancó y ellas se quedaron en tierra. Cuando giró por la segunda calle a la derecha las perdimos de vista.

En tres minutos estábamos en la puerta del City Stockholm. Dejé en recepción a las niñas y las maletas y salí a buscar a las perdidas (no conocían la dirección del hotel; ni siquiera llevaban un plano de la ciudad). A pesar de la hora había bastante gente en la calle, porque en torno a la calle Kungsgatan se extiende la zona de la movida nocturna. Empecé a desandar el camino recorrido por el coche. Al cabo de un rato, que a mí me pareció bastante largo, las vi. La verdad es que podía haberme ahorrado la excursión nocturna, ya que, aunque habían dado un rodeo, en ese momento se dirigían en línea recta hacia el hotel. Llegué allí de nuevo (esta vez con ellas) y pensé: "Por fin voy a poder acostarme".

Pero no iba a ser tan fácil. La mujer de don M., que al parecer también tenía prisa por acostarse, se me adelantó, habló con el recepcionista y empezó a rellenar su hoja de inscripción. Estaba en ello cuando yo me acerqué, expliqué que tenía una reserva (una habitación doble con una cama supletoria) y empecé a mi vez a cumplimentar el formulario. Entre tanto, el recepcionista ponía cara de circunstancias y hacía referencia a un problema cuya solución no parecía encontrar. Yo no hallaba sentido a sus palabras, ni siquiera a las que conseguía traducir (¿por qué decía que podíamos conseguir algo más barato? ¿por qué nos preguntaba si íbamos todos juntos?). "¿Cuál es el problema?", le pregunté. "Que en la habitación no hay cama supletoria", contestó. "¿Y no pueden ponerla?". "No a esta hora de la noche". "Bueno, nos las arreglaremos", creo que dije más o menos. Cuando vio que me conformaba con sólo dos camas se dio un golpe con la mano en la cabeza al tiempo que exclamaba: "¡Qué tonto soy!". Y, de repente, el problema se resolvió por sí solo.

Por cierto, aún me estoy preguntando qué le habría dicho la mujer de don M. para hacerle pensar que todos queríamos dormir en la misma habitación.

En la nuestra, por cierto, había una magnífica cama supletoria. En la de ellos también, creo.

Visita turística a Gamla Stan

... Y decidimos recorrer todos juntos la ciudad. "Todos" eramos, esta vez, don M. y familia, los Ruiz y nosotros. "¿Dónde vamos?". "¿Qué os parece si vamos a Gamla Stan?", propusimos. "Vale". Y allí nos fuimos.

Atravesamos el puente que conduce a la vieja iglesia en la que están enterrados los antiguos reyes de Suecia. Había que pagar para entrar. Ante esta perspectiva, don M. y familia, que constituían la vanguardia de nuestro pequeño ejército, giraron en redondo, se encaminaron al lado opuesto a la entrada, y se pusieron a mirar con súbito interés las postales de un expositor. La maniobra desconcertó a los Ruiz, que también se apartaron de la puerta. ¿Retrocedían todos? Eso parecía, pero a nosotros no nos importó (¡no íbamos a quedarnos sin ver las tumbas!). Sin dudarlo un instante, nos aproximamos a la ventanilla y adquirimos nuestros tickets. Los demás, tras un momento de desconcierto, decidieron seguirnos. Así fue como nuestro aguerrido grupo penetró en la iglesia.

Tras visitar las tumbas de los reyes, volvimos a atravesar el puente y nos adentramos en Gamla Stan. Pronto descubrimos que la ciudad vieja era el paraíso de las tiendas de souvenirs para turistas. Y si ahí no acabó nuestro paseo, lo cierto es que se ralentizó considerablemente: la visión de las tiendas hizo saltar la alarma en el cerebro de los miembros femeninos de la familia de don M., que se vieron poseídos (poseídas) por la necesidad irrefrenable de comprar. Salían de una tienda para entrar en otra. Comparaban precios. Buscaban frenéticamente algo que adquirir a un precio menor que el que tendría en España (¿quizá para compensar las coronas malgastadas en ver las tumbas de los reyes?). Objeto principal de buena parte de sus idas y venidas era la búsqueda de un reno de peluche a un precio "menos caro" que el que mostraban los escaparates de la zona. Después de varios días de rastreo intensivo (del cual, afortunadamente, no tuvimos que ser testigos en su integridad), se puso de manifiesto que el precio que buscaban era, si no imposible, al menos improbable.

¡Cómo nos llovió la tarde de la recepción en el Ayuntamiento de Estocolmo!

Pues eso. ¡Cómo nos llovió! Empapados llegamos. "This is really the Water Festival!" dijo sonriente uno los sesudos asistentes al simposium, volviéndose hacia mí y señalando la cortina de agua que caía en ese momento. Creo que le iba colocando la misma frase ingeniosa a todo el mundo.

La noche del banquete real

En el banquete real, Estocolmo (Suecia)Las representantes españolas (nuestras chicas) ganaron el Junior Water Prize. Y llegó la noche del banquete real en el salón del Ayuntamiento (etiqueta; casi treinta mil pesetas por cabeza; ni los Ruiz ni nosotros íbamos a asistir). Don M. había conseguido que los sponsors españoles del certamen pagaran su ticket y el de su mujer, pero no había logrado que pagaran el de su hija. Así que nos pidió que nos hiciéramos cargo de la niña  y se dispuso a vestirse para la ocasión con traje y corbata, porque, después de un intercambio de e-mails con la organización, había llegado a la conclusión de que no era imprescindible el smoking. Sobre la indumentaria femenina no había preguntado, ya que, al parecer, era un tema que tenía dominado. Sin embargo, estando ya en Estocolmo, la mujer de don M. cayó en la cuenta de que su bolso, de gran tamaño, no era adecuado para la ocasión. Pensó en comprarse uno, pero, después de emplear algún tiempo en mirar precios, decidió que gastar cinco mil pesetas en un bolso que posiblemente iba a utilizar sólo una vez era un dispendio desproporcionado. Y solucionó el problema de un modo ciertamente genial: se presentó en el banquete (que presidían los reyes de Suecia) llevando en la mano, en lugar de bolso... ¡un neceser! Debo hacer constar, en honor a la verdad, que, según la hija de don M. (que fue quien nos hizo partícipes de la hazaña de su madre) el neceser, además de tener el tamaño adecuado, iba muy bien de color.

Algún tiempo después recibimos una llamada en nuestro hotel. Era la mujer de don M., que quería darnos una idea aproximada de la hora en que iba a recoger a su hija. Nos dijo que el banquete iba a terminar a las doce, aunque, añadió, "nosotros probablemente volveremos antes". "Yo querría ver a mi hija vestida con el traje largo", le hizo saber my dear wife, "así que a lo mejor nos acercamos para intentar verla a la salida". Dicho y hecho: en previsión de que el banquete terminara antes de las doce (lo cual nos parecía muy probable, ya que había empezado muy temprano) poco después nos pusimos en camino. Llegamos a la puerta del Ayuntamiento. Esperamos un rato, pero no se veía movimiento en la puerta de acceso, cerrada con una barrera y vigilada por un guarda. No había nadie más. Hacía frío. Decidimos ir a cenar a la estación, que presentaba la ventaja de estar estratégicamente situada enfrente. Cenamos. Regresamos a nuestro puesto de vigilancia. Los invitados empezaron a salir poco a poco. Dimos un paseo por el muelle para hacer tiempo. Salió del interior del Ayuntamiento un coche oficial con escolta. Seguimos esperando. El goteo de invitados continuaba, pero las niñas no salían. Habían pasado las once cuando, muertos de frío y pensando que, puesto que el edificio tiene dos puertas, ni siquiera estábamos seguros de que no se hubieran marchado ya, decidimos volver al hotel.

A eso de las doce y cuarto llamó la mujer de don M.: "Vuestra hija os está esperando en la puerta, ¿no ibais a venir?". La buena señora había dicho a nuestra hija que no se marchara hasta las doce, porque nosotros íbamos a ir a verla a esa hora. El resto de los finalistas se fueron mucho antes, y ella y sus compañeras habían estado de plantón en el interior mientras nosotros nos helábamos fuera.

Recorrido por los museos de la ciudad

Al día siguiente, supongo que para congraciarse con nosotros, don M. y su mujer se ofrecieron a llevarse a nuestra hija pequeña, que se llevaba bien con la suya, de paseo por la ciudad.

Pretendían ir a la isla en que están el Vassa Museum y el Acuario, pero acabaron en la isla equivocada. Cuando se enteró de que tenían que deshacer el camino andado, la mujer de don M. declaró, llevada por un insólito arrebato, que tomarían un taxi para ir a la isla correcta.

Parece que el paseo en taxi, que acabó delante del Vassa, representó un duro golpe para su presupuesto familiar. Porque, al ver el precio del ticket del museo, bastante módico por cierto, estuvieron un rato discutiendo delante de la puerta ("entra tú sola, nosotros te esperamos fuera", le decía don M. a su mujer). Y al final decidieron ahorrarse el importe de la entrada y encaminarse sin más preámbulos hacia el Acuario, última etapa de su proyectado recorrido.

Llegaron al Acuario, y... sí, esta vez decidieron entrar. Pero ¡no vaya a pensarse que cayeron en la tentación del despilfarro! Mientras don M. y las dos niñas hacían la visita, su mujer fue a informarse acerca de la línea de autobús que debían tomar para volver al hotel.

Una llamada telefónica a las 4,30 de la madrugada

Y llegó el día de la vuelta para don M. y las finalistas. Nuestro avión salía el día siguiente a las 7,30 de la mañana. "Mamá, ¿esta noche vamos a cenar?" preguntó la niña a la mujer de don M. "No, hija, que nos vamos a acostar muy temprano", respondió ella.

Efectivamente, se acostaron muy temprano, pero no sin antes pedirnos que las despertáramos a las 4,30. "Programad el sistema despertador del hotel", les dijimos, "que es lo que vamos a hacer nosotros". Y eso hicimos. Pero no pusimos el despertador a las 4,30, sino a las 5, para disfrutar media hora más de sueño. Sin embargo, alguien había elegido ya por nosotros, y su elección no coincidía con la nuestra. A las 4,30 en punto sonó insistentemente el teléfono de la habitación. Contestamos. Alguien, al otro lado de la línea, guardó silencio hasta que colgamos. Y siguió haciéndolo después: nadie, hasta hoy, ha reconocido ser el autor ¿o habría que decir la autora?)  de la misteriosa llamada.

Desayunamos, lo que me reconcilió con el hotel (no en todos te facilitan el desayuno a esas intempestivas horas). Luego, me acerqué al mostrador y pedí dos taxis. Por el mismo precio, prefería tener uno para nosotros solos.

Llegó el primero. "Cogedlo vosotras", dijimos. Pero resultó que era un vehículo más grande de lo normal. "Cabemos todos", se había vuelto hacia nosotros con la más seductora de sus sonrisas la mujer de don M.. "Pero no podemos dejar colgado al otro taxista", respondí. El diálogo prometía continuar durante bastante tiempo. Afortunadamente, en ese momento llegó el segundo taxi.

Ya en el aeropuerto, en la cola de facturación, la mujer de don M. me preguntaba: "¿Cómo se dice ventanilla? ¿Cómo se dice delante?". "Es que yo siempre pido asientos de la parte de delante y de ventanilla". Le dieron dos asientos que estaban varias filas por detrás de los nuestros. Supongo que uno de ellos sería de ventanilla.

Luego, madre e hija aprovecharon los últimos minutos de su estancia en Estocolmo para recorrer frenéticamente las tiendas libres de impuestos. Quizá encontraran alguna cosilla que tuviera buen precio. Genio y figura...

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Relato de un viaje a Estocolmo.

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