Por FRANCISCO LOZANO ALCOBENDAS
Marrakech ha cambiado mucho en los últimos años. Era una
ciudad maravillosa, mágica, anclada en tiempo, en cuyas calles vendedores de
todo tipo y falsos guías acosaban a los extranjeros hasta abrumarles. Según
las estadísticas, pocos viajeros repetían la visita, así que las autoridades
decidieron tomar cartas en el asunto. Hoy, Marrakech se ha convertido en una
ciudad acogedora, que el visitante puede recorrer sin sentirse agobiado en
ningún momento. La ciudad ha crecido fuera de sus murallas, los techados de caña
de los zocos han sido sustituidos por techos de cinc o de uralita, pero los
zocos siguen siendo mágicos, y en la plaza de la Yemaa el-Fna sigue habiendo
contadores de historias, adivinos, encantadores de serpientes, músicos,
saltimbanquis y curanderos; allí, puedes comprar dátiles o fruta, cenar (en los
chiringuitos que abren al caer la tarde, sumergiendo la plaza en una nube de
humo) o hacer que te decoren la manos con henna.
Al anochecer, la plaza y sus alrededores son un increíble
hervidero. En cambio, en las callejas de la medina (estrechas, por lo general
rectas, que a trechos pasan bajo arcos), sólo el paso de una moto estorba de
tarde en tarde los juegos de los niños.
Ait Benhaddou
Para ir de Marrakech a Ouarzazate hay que atravesar el Atlas.
Allí, los pueblos bereberes, formados por casas de adobe de techo plano, se
confunden con el paisaje. En la vertiente sudeste de la cordillera, la
vegetación va siendo cada vez más escasa. Cuando el Atlas ha quedado atrás
aparece, encaramado en su colina, el ksar de adobe de Ait Benhaddou. Un río le separa del pueblo nuevo, hasta el
que llega la carretera. A este lado hay albergues, restaurantes y tiendas de souvenirs para los turistas. Al otro, solitario, el ksar. No hay puente
para cruzar el río: sólo unos sacos de plástico llenos de arena puestos en fila,
entre los cuales pasa el agua marrón. Unos niños se divierten caminando sobre
los sacos mientras esperan que algún forastero se acerque para cruzar. Cuando
esto ocurra, acudirán de inmediato para ofrecerse a llevarle de la mano, andando
ellos sobre el lecho del río, a cambio de una moneda, un bolígrafo o una
golosina.
El concepto que los marroquíes tienen de la limpieza es
bastante peculiar. De hecho, el recinto en que comimos (decorado como una jaima) parecía no haberse limpiado nunca. Cuestión aparte es la de las letrinas:
si tienen agua corriente, se tratará sin duda de un grifo en la pared del que
cuelga un pequeño cubo. Más de un viajero echará de menos un cartel con las
instrucciones de uso.
Después de comer visitamos el ksar. El
berebere miope, de
negros dientes y piel oscura que nos sirve de guía nos explica en su mal
francés (aprendido en la calle, porque él solamente fue a la escuela coránica)
que cuando el río crece no se puede cruzar, y las pocas familias que viven en
ese lado quedan aisladas.
Taourirt
En Ouarzazate merece la pena visitar la kasbah de Taourirt,
con sus numerosas dependencias, entre las que destaca un comedor abierto a todos los
vientos (con grandes ventanas en cada una de sus tres paredes exteriores). Cuando las ventanas de la kasbah-palacio se cerraban, unos orificios situados
delante de ellas, defendidos del viento (y de la arena arrastrada por él) por un
saliente de la propia obra, facilitaban la ventilación, algo imprescindible en
una tierra en la que la temperatura puede llegar, en verano, a ser asfixiante.
Las dunas rosadas del Sahara
Después de recorrer una ruta jalonada por kasbahs de adobe
hicimos noche en las gargantas del Todra, en un albergue sin conexión a la red eléctrica en el que tuvimos que combatir el frío tapando con una toalla el hueco que dejaba la puerta (la habitación daba a un patio exterior) y utilizando una
mugrienta estufa de butano que tenía la placa partida. Al día siguiente nos
encaminamos a Merzouga, en el borde del Sahara. Desde muy lejos pueden verse las
grandes dunas, que a esa hora eran de un vivo color rosado. Pasamos un control
policial, y nos dirigimos al albergue de Alí el Cojo, uno de los muchos que
levantan sus sencillas estructuras de ladrillo y adobe en el límite del desierto
de arena.
Poco
tiempo después estábamos subiendo la gran duna, tarea dura donde las haya.
Habíamos hecho la mitad del camino cuando nos vimos
rodeados por un enjambre de niñas que, a partir de ese instante, no iban a parar
de hablarnos; básicamente por el placer de conversar, aunque siempre atentas a
la posibilidad de sacarnos algún dinero o una golosina. Cuando, por fin,
llegamos a lo más alto, observamos que el grupo de niñas, que en ese momento
estaba a unas decenas de metros de nosotros, emprendía súbitamente el camino de regreso. Nos apresuramos a seguirlas cuando vimos que se aproximaba una tormenta
de arena. La arena nos alcanzó a medio camino, y fue llenando nuestros bolsillos
y nuestras botas mientras caminábamos, con el rostro cubierto, hacia el albergue
de Alí el Cojo.
El valle del Draa
El camino que va de Rissani a Zagora atraviesa territorios
desérticos, flanqueados por las estribaciones oscuras del Anti-Atlas. De trecho
en trecho, un palmeral da fe de la existencia de agua.
A medio camino, paramos en un pueblecito para tomar una
Coca-Cola (por supuesto, en esta zona de Marruecos es prácticamente imposible
encontrar cerveza). Es viernes, y, aunque todavía es temprano, algunas personas
entran a comer. Observamos que no les ponen cubiertos. Comen el guiso de carne y
verduras con la mano, dejando los huesos sobre la mesa.
Proseguimos nuestra ruta y llegamos al valle del Draa, con sus inmensos
palmerales. Finalmente, después de comer un sándwich a la entrada de Zagora, atravesamos la
ciudad y hacemos una parada junto al mellah de Amezrou. Nos internamos
por las callejas, y al instante nos rodea un enjambre de niños mocosos y
sucísimos que pretenden guiarnos hasta los establecimientos de orfebrería del
barrio, heredados por los bereberes de los judíos que emigraron a Israel en
1948. Resulta imposible librarse del acoso de los niños, y hacemos un rápido
recorrido por el antiguo barrio judío con nuestra mugrienta y ruidosa escolta.
Nuestro hotel está a la salida de Amezrou. Por la tarde,
volvemos caminando hacia el pueblo, siempre
acompañados por niños o muchachos (cuando uno nos deja acude otro) que pretenden
llevarnos a "la kasbah de los jordios" (así es como llaman al mellah,
pretendidamente en español) o a cualquier otro sitio, o intentan vendernos algo o que les
demos dinero, caramelos o bolígrafos. Pasamos al lado del cementerio (que, como
todos los de esta parte de Marruecos, no es más que un terreno jalonado por un
montón de piedras puestas en pie, señalando los lugares donde reposan la cabeza
y los pies de los cadáveres). Por fin, nos internamos en el palmeral, el interminable
palmeral de Zagora.
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Relato de un viaje a Marruecos: Marrakech y la ruta de las kasbahs. |