Por FRANCISCO LOZANO ALCOBENDAS
El vuelo de España a Perú dura doce horas. Después de atravesar el Atlántico se cruza la Amazonía. Cuando, por un momento, se abre la cubierta de nubes, puedes ver retazos
del tapiz vegetal (formado por millones de copas de árboles); algún río;
por fin, Manaus y el Amazonas; luego, grandes zonas pantanosas y,
finalmente, más retazos del tapiz vegetal.
Aún habiendo salido de Madrid muy avanzada la
mañana, las siete horas de diferencia horaria permiten que aún llegues a Lima
con tiempo suficiente para dar un paseo y cenar en la terraza de un restaurante
frente al Pacífico antes de irte a la cama.
Lima
Cuatro de Julio de 2005. Después de un buen desayuno
en el Hotel Sol de Oro, recorrimos en automóvil los barrios de Miraflores
y San Isidro para llegar, finalmente, al centro histórico. Allí visitamos en
convento de San Francisco (con su claustro, su magnífica biblioteca del siglo
XVII y sus catacumbas, antiguo cementerio de la Lima colonial).
Se acercaba la hora de comer. Lo hicimos en un
elegante restaurante del barrio chino: buena comida chifa y precio
moderado. Más tarde, visitamos el convento de Santo Domingo (claustro, capilla
de San Martín de Porres, cripta de Santa Rosa de Lima). No pudimos entrar en la catedral (estaba cerrada), así que nos quedó bastante tiempo para recorrer las
calles cercanas a la Plaza de Armas. Después de cenar, tomamos un taxi para
regresar al hotel.
Arequipa
Cinco de Julio. Nos levantamos de madrugada para
volar a Arequipa. Al llegar, nos encontramos con una huelga del sector del
transporte que iba a hacernos muy difícil la entrada en la ciudad. Todos los
accesos por carretera estaban cortados por los piquetes. Nos habían recogido en
el aeropuerto con un coche particular, y pasamos mucho tiempo buscando un
resquicio por el que colarnos. Tomábamos una vía de entrada y avanzábamos hasta
encontrarla cerrada con grandes piedras; entonces dábamos media vuelta para
intentarlo por otro lugar. Al final, logramos entrar a través de una trocha de
tierra y piedras tan poco apta para el tráfico rodado que los huelguistas no se
habían molestado en bloquearla. Para atravesar algunos tramos especialmente
difíciles teníamos que bajarnos del coche (lo que no evitaba que los bajos de
éste golpearan contra las piedras).
Después de inscribirnos en el hotel Posada del
Inca, que está en la Plaza de Armas, visitamos la iglesia de San Ignacio (que llaman la Compañía) y el convento de Santa Catalina, toda una ciudad
dentro de la ciudad. Luego, nos dimos un banquete a base de cuy y alpaca en un
restaurante cercano. Después de comer, como estábamos hechos polvo por el
desbarajuste horario, decidimos volver al hotel a echar una siestecita.
Cuando nos despertamos, ya anochecía. Salimos a
dar un paseo. Arequipa es una ciudad preciosa, llena de casas del período
colonial. En la Plaza de Armas, un hombre vestido de Papá Noel daba un mitin a
los huelguistas allí congregados haciendo enfervorizados llamamientos a la
revolución. Resultaba surrealista. Luego, pudimos ver a los comerciantes echando
los cierres de sus establecimientos, a la policía cargando.... A los
comerciantes volviendo a abrir y, finalmente, a Papá Noel pregonando chocolates
ante la fachada de nuestro hotel.
El cañón del Colca
Seis de Julio. A las 4 de la madrugada, pasaron a
recogernos para emprender viaje al valle del Colca. Con el madrugón,
pretendíamos anticiparnos a los piquetes de huelguistas, pero no lo logramos (al
menos, no del todo): el camino normal estaba bloqueado, y nos vimos
obligados a hacer un recorrido mucho más largo por una carretera sin asfaltar.
Ascendimos muchos metros, vimos alpacas y vicuñas y espectaculares paisajes
andinos. Combatimos los efectos del soroche con "mates" de coca. Hicimos
noche en Chivay, en un pequeño y cuidado lodge llamado Pozo del Cielo.
Siete de Julio. Muy temprano, reanudamos viaje para
recorrer el cañón del Colca hasta la Cruz del Cóndor. Vimos paisajes grandiosos
(altas montañas y laderas en terrazas -o andenes-) y pudimos contemplar el vuelo del cóndor. Anochecía cuando
llegamos de nuevo a nuestro hotel en Arequipa.
El lago Titicaca
Ocho de Julio. Tomamos un avión para Juliaca y
continuamos en minibús hacia Puno. De paso, visitamos la necrópolis de
Sillustani, conjunto de chullpas o torres funerarias que se yerguen sobre un pequeño cerro rodeado por un lago.
Allí, nuestro guía de la zona, que presumía de ser un aymará "puro" (uno de los
pocos que quedan, según él decía) y acabó confesando que no hablaba la lengua
aymará, nos ilustró con algunas disparatadas hipótesis acerca del procedimiento
usado por los incas para cortar la piedra (la utilización de rayos láser) y el
destino de los habitantes de la Atlántida.
Por fin llegamos a Puno, ciudad de urbanismo
caótico, casas sin enlucir y calles (a veces sin asfaltar) repletas de taxis a
pedales. Nuestro hotel está fuera de la ciudad, junto al lago Titicaca. Después
de comer, damos un paseo hasta la isla Esteves (totora, patos y otras aves
acuáticas en el lago; perros en el camino; al fondo, en la lejanía, Puno).
Nueve de Julio. Dedicamos el día a navegar por el
lago. Desembarcamos primero en las islas flotantes de los uros y probamos
una barca de totora. Continuamos luego hasta la isla Taquile. Después de
desembarcar, emprendemos la interminable caminata que nos llevará hasta el
pueblo, que está en lo alto de una colina. A lo largo del recorrido (y después,
en el propio pueblo y en el camino de vuelta) los habitantes de la isla,
vestidos al modo tradicional, intentan sacar dinero a los turistas de todas las
formas posibles. En orden de frecuencia, de mayor a menor: se ofrecen para que
los fotografíes, te intentan vender cualquier cosa, simplemente piden, pasan la
bandeja después haber amenizado tu comida en el restaurante con unas
cancioncillas. Aunque el paisaje es bonito, no merece la pena visitar Taquile si
no es para ver sus restos arqueológicos y sus sitios ceremoniales (lo que
nosotros no tuvimos ocasión de hacer).
Al regreso, paseamos por el centro de Puno, entre
docenas de niños que se ofrecen para limpiarnos los zapatos. Más tarde, cenamos
en una pizzería que tiene el horno de leña a la entrada y las mesas en una
habitación interior. Es baratísima y agradable. Como referencia: una pizza
pequeña cuesta 7 soles (2,15 dólares, menos de 2 euros).
Al la vuelta al hotel, el conductor de nuestro
taxi, pese a frenar en seco, no puede evitar golpear a una chica (que sigue
andando, tambaleándose, sin siquiera volverse a mirar). "Está mareada", dice el
taxista con un gesto significativo. Es sábado.
Cuzco / Cusco
Diez de Julio. Tomamos el bus turístico de
Puno a Cuzco, que hace diversas paradas antes de llegar a su destino, las
principales en el yacimiento arqueológico de Pukara para ver un pequeño museo,
en Rajchi para visitar el templo inca de Wiracocha y en Andahuaylillas para ver
una iglesia colonial decorada con frescos y óleos (pomposamente llamada "la
Capilla Sixtina de los Andes").
Cuando finalmente llegamos a Cuzco, nos quedamos
maravillados ante sus calles y plazas de trazado inca y remate colonial. Cuzco
es una ciudad que deslumbra, sobre todo a la luz del atardecer y con la
iluminación nocturna. Por la mañana, a pleno sol, pierde un poco.
Nuestro hotel, el Picoaga, está a un paso
de la Municipalidad (es decir, el ayuntamiento), en un palacio colonial. El patio, con arcos en dos
pisos, es impresionante. Las habitaciones, de nueva planta, algo descuidadas:
nada del otro mundo. Desde el restaurante, situado en el último piso, se
disfruta de unas bonitas vistas.
Once de Julio. Por la mañana, callejeamos por la
ciudad y visitamos el Museo Inca. Por la tarde, el tour guiado nos lleva
a la Coricancha (sobre la que se levanta la iglesia de Santo Domingo), el centro
del centro del mundo inca. Luego, a la catedral. Subimos después a Sacsayhuaman,
la cabeza de la ciudad-puma (Cuzco). Luego vemos, sobre la marcha, Puca Pucará,
una construcción militar (¿o aduana?) que defendía la ciudad. Subimos a
continuación a Tampumachay, balneario para los nobles incas donde se rendía
culto al agua. Finalmente, de regreso a Cuzco, visitamos Qenqo, centro ritual
para ceremonias excavado en la roca.
El Valle Sagrado de los incas. Machu Picchu
Doce de Julio. Viajamos en autobús al Valle
Sagrado, pasando primero una hora en el mercado de Pisac y visitando, después de
comer, el complejo arqueológico de Ollantaytambo (fortaleza, templo y pueblo
actual de trazado inca). Volvemos a Yucay, donde está nuestro hotel, que es un antiguo monasterio, y damos
un paseo por el pueblo. En la plaza, los niños juegan al fútbol entre cerdos y
ovejas que pastan, mientras un perro se divierte tirando de las cuerdas a las
que están atadas estas últimas.
Trece de Julio. Por la mañana viajamos hasta Ollantaytambo para tomar el tren panorámico de Machu Picchu. Al llegar a Aguas
Calientes, dejamos las maletas en la estación y vamos directamente a tomar el
autobús que asciende, por la zigzagueante carretera terriza, la ladera casi
vertical de la montaña en cuya cima está la ciudad inca.
Después de haber pateado Machu Picchu durante
varias horas, tomamos el autobús de regreso y comemos (con varias horas de
retraso) unas pizzas en Aguas Calientes. Luego, paseamos por el pueblo,
cambiamos dinero y, al atardecer, nos tomamos unas cervezas en una terraza.
Nuestro hotel, el Machupicchu Inn, es,
francamente, poco recomendable (el único hotel de todos los que conocí en Perú
que merece ese calificativo). Procura evitarlo cuando viajes por aquellos
lugares. Si no lo consigues, mejor será que te armes de paciencia para soportar
su incomodidad, su suciedad y su pésima atención al cliente.
Catorce de Julio. Nos levantamos muy temprano para
coger uno de los primeros autobuses a Machu Picchu. Allí, esperamos, junto a
algunas decenas de viajeros, hasta ver caer los primeros rayos de sol sobre la
ciudad. Luego, tomamos el camino del inca hasta llegar al Intipunku o "Puerta del Sol", el lugar desde
el que se avista Machu Picchu viniendo desde el Valle Sagrado por el camino (lo cual debe resultar impresionante).
Después de comer debíamos haber tomado el tren a
Cuzco, pero hay huelga general y el tren, nos dicen, saldrá más tarde. Tras un
tiempo de espera en los sucísimos sofás del vestíbulo del Machupicchu Inn, nos
encaminamos a la estación, donde engrosamos el ejército de turistas varados en
Aguas Calientes a causa de la huelga. Por fin, se anuncia la salida de un
convoy, pero aún nos aguarda más de una hora de desordenada cola antes de que se
nos permita abordar el tren en el que nos van a evacuar (ese es el
término que emplean) a Cuzco.
Paracas y las islas Ballestas
Quince de Julio. Volamos a Lima. Al llegar, nos
recoge un autobús y partimos hacia el sur, a lo largo de la costa del Pacífico.
Cruzamos zonas desérticas. Por fin llegamos a Ica. Comemos, muy bien por cierto,
en el Hotel Las Dunas, y luego visitamos la ciudad, el museo arqueológico
(momias y cerámica de las diversas culturas de la zona) y una bodega (donde
probamos el pisco y los vinos de la región).
Dieciséis de Julio. Partimos hacia el embarcadero de Paracas. Esperamos largo rato, en la playa, el permiso para zarpar, rodeados de
pelícanos y de niños que los atraen arrojándoles pequeños peces a cambio de una
propina. Por fin, partimos hacia las islas Ballestas. El tiempo es bueno y el
viaje, precioso. Vemos multitud de aves marinas, entre las que destacan los pingüinos de Humboldt, y leones marinos disfrutando en el agua o
tendidos al sol sobre las rocas. Al regreso, la motora se detiene ante el Candelabro para que podamos fotografiarlo.
Arrecia el viento. Visitamos la desértica
península de Paracas en medio de una tormenta de arena. Al bajar del autobús
para acercarnos a la formación natural que llaman la Catedral somos golpeados por la arena y las pequeñas piedras que el viento levanta del
suelo. Luego visitamos el museo y, a continuación, emprendemos el viaje de
regreso a Lima.
...y de nuevo Lima
Diecisiete de Julio. Es domingo. Nuestro último día en
Perú. Por la mañana, visitamos el Museo de la Nación (donde, entre otras muchas
cosas, se expone una reproducción de la tumba del Señor de Sipán). Luego, para
aprovechar las pocas horas que nos quedan hasta la salida del avión, tomamos un
taxi para dirigirnos a la Plaza de Armas. Allí nos encontramos con una
concurrida manifestación folklórica. La catedral está cerrada. Después de comer
magníficamente en un restaurante cercano, tomamos un taxi para volver al hotel.
Pero Lima es una fiesta, y el regreso no va a ser tarea fácil. El barrio de
Miraflores está cortado por una gran cabalgata organizada por los almacenes Wong
(dragones chinos, grupos de baile, bomberos... hasta comandos que apuntan sus
armas hacia un enemigo que sólo ellos ven; y una multitud de espectadores). El
taxista no sabe cómo acercarnos al hotel, así que decidimos ir andando, entre la
gente que contempla la cabalgata. Es un largo camino, avenida Larco abajo. Por
fin, podemos cruzar y encaminarnos hacia el hotel, donde recogeremos las maletas
para dirigirnos hacia el aeropuerto.
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Relato de un viaje a Perú. |